"Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra" (Génesis 1: 26).
El hombre había de llevar la imagen de Dios, tanto en la semejanza exterior, como en el carácter. Sólo Cristo es “la imagen misma ” del Padre (Heb. 1: 3); pero el hombre fue creado a semejanza de Dios. Su naturaleza estaba en armonía con la voluntad de Dios. Su mente era capaz de comprender las cosas divinas. Sus afectos eran puros, sus apetitos y pasiones estaban bajo el dominio de la razón. Era santo y se sentía feliz de llevar la imagen de Dios y de mantenerse en perfecta obediencia a la voluntad del Padre.
Esta naturaleza reflejaba la santidad divina de su Hacedor hasta que el pecado destruyó la semejanza divina. Sólo mediante Cristo, el resplandor de la gloria de Dios, y la "imagen misma de su sustancia" (Hebreo 1: 3), se transforma nuestra naturaleza otra vez a la imagen de Dios (Colosenses 3: 10; Efesios 4: 24).